‘Peguismo’ y rentismo endémicos

Hace unos días, Fernando Molina se refería a la ‘empleomanía’ como un fenómeno tanto o más antiguo que la República, caracterizado por la apetencia descontrolada de cargos públicos (Página Siete, 13.05.17). Fue provocador al afirmar que el intercambio político y distribución del ‘stock’ de pegas constituirá uno de los resortes clave de la política nacional y causa de la debilidad y baja calidad de las instituciones públicas. 

Temo que semejante afirmación no sea equivocada. En 2015 un estudio sobre la nueva burocracia plurinacional, liderado por la académica Ximena Soruco (Nueva Sociedad, 258), estableció que, entre 2001 y 2013, la burocracia creció un 676%, a razón del 56% anual. Se destacaba el peso del sindicato y de la organización social para definir el acceso y reclutamiento de servidores públicos, siendo un rasgo preocupante la alta rotación y corta permanencia. Concluía que, con el cambio de élites, se había democratizado el acceso al servicio público y la movilidad social intergeneracional impulsada vía burocrática.

El dato más revelador era el relativo a instituciones descentralizadas y empresas públicas cuyo personal se habría incrementado de 5.500 a 193.000. Un stock de cargos públicos distribuidos ciertamente abultado.

Confieso haber vivido las tensiones políticas, personales y humanas que alimentan, entre drama y viveza criolla, esta práctica endémica de la política nacional. Cuando una organización política accede a algún espacio de conducción institucional del Estado, la tarea de ‘copar’ y distribuir los cargos públicos disponibles a la militancia quita el sueño y energía; es ineludible pudiendo ser muy ingrata. Es el momento de la pérdida de la inocencia. La máxima aspiración familiar: lograr el ingreso de un hijo a la academia de policías; otro, al colegio militar y un tercero, al magisterio. La meritocracia y las capacidades mínimas requeridas para acceder a un cargo se subordinan a un mal entendido concepto de lealtad política y a dinamizar circuitos de favores recíprocos. Las pegas se convierten en pegamento que cohesiona o en motivo de rupturas y disidencias memorables. 

Esta reflexión me nace cuando comienza la discusión sobre una nueva ley de organizaciones políticas y otras normas colaterales en el país. No es fácil recuperar la confianza ciudadana, como tampoco imaginar mecanismos normativos viables y efectivos para ir desmontando la atávica cultura rentista y clientelar de la política boliviana. En ese marco, tratar la cuestión del ‘peguismo’ es relevante y pertinente. Pese a su popularidad, reconocerlo como problema sería el primer paso. Enfrentarlo, sería un logro.