Brasil, corroído por la corrupción

Como los hechos lo demuestran la corrupción fue en Brasil el punto débil de un proyecto político que no logró ponerse a la altura de las esperanzas que despertó. Un mal que por no haber sido afrontado a tiempo se extendió como un cáncer maligno.

La decisión del Supremo Tribunal Federal (STF), el más alto tribunal del Poder Judicial de Brasil, cuyas atribuciones son las de una Corte Suprema de Justicia y de un Tribunal Constitucional, de aceptar el pedido hecho por la Procuraduría General de la República (PGR) para someter al presidente Michel Temer a una proceso investigativo bajo los cargos de obstrucción de la justicia, corrupción pasiva y asociación ilícita, nuevamente ha llevado a la crisis en que está sumido Brasil a un punto cuya gravedad es tan grande que ha encendido las señales de máxima alarma no sólo en ese país sino en toda la región.

Las razones que explican esta preocupación son muchas y muy justificadas. Es tan grande la gravitación de ese país en el escenario político y económico latinoamericano que los efectos multiplicadores de su crisis se extienden más allá de sus fronteras y se ciernen como una temible amenaza sobre la estabilidad de toda la región.

A lo anterior se suma la expectativa con que es esperaba la publicación de la lista de los funcionarios de 11 países que habrían recibido sobornos de la empresa Odebrecht. Se teme que en esa lista figuren personajes de primer nivel en las estructuras políticas de sus respectivos países, por lo que los efectos políticos del escándalo podrían alcanzar una dimensión continental.

Los previsibles efectos económicos son igualmente grandes. El desplome de la bolsa de valores de Sao Paulo de los últimos días, por ejemplo, ha dado nuevos argumentos a las más pesimistas previsiones que auguran un empeoramiento de la recesión de la economía brasileña durante el año en curso, todo lo que ha tenido efectos directos e inmediatos en Argentina, donde el precio del dólar se disparó ayer hasta batir un nuevo récord histórico. Y si las dos principales economías de nuestra región dan señales de tanta fragilidad, no es difícil prever que ningún país puede considerarse libre del peligro de ser arrastrado en la caída.

Ante tan complejo panorama, como no podía ser de otra manera, se multiplican las reflexiones, análisis y elucubraciones teóricas en busca de explicaciones para el descalabro brasileño y sus consecuencias sobre un país que hasta hace no mucho tiempo era visto como un modelo digno de ser admirado e imitado.
Lamentablemente, como los hechos ahora lo muestran, todos los éxitos que Brasil acumuló durante los últimos años, han sido puestos en riesgo de perderse como directa consecuencia del efecto corrosivo de la corrupción, que durante los últimos años fue socavando las bases sobre las que se sostenía la estabilidad económica, política y social.

Como ahora se ve, la corrupción fue el punto débil no sólo del proyecto político encabezado por Lula da Silva y el PT sino de la élite política y empresarial brasileña que no supieron hacer frente a ese mal oportunamente.
Ahora, cuando las investigaciones en curso ponen en evidencia que la corrupción es un fenómeno que no reconoce fronteras políticas ni ideológicas, sólo queda esperar que la reacción para combatirla tampoco lo haga. Y que la amarga experiencia brasileña sirva para que en nuestro país no se cometa el mismo error y se le dé al tema la importancia que merece antes de que sea demasiado tarde.